El “Chancho” Murici, oficial Montonero, amigo personal de Néstor Kirchner, murió una noche de 1977 en la que allanaron el Centro Universitario Nicoleño, con una puñalada en el corazón. El Terrorismo de Estado no solo encubrió miles de asesinatos: también hubo suicidios inducidos por los represores que nunca fueron contados. La historia de Gustavo Murici, sin expedientes judiciales ni baldosas ni placas, a punto de caer en el olvido, es uno de ellos. El único testigo de aquella noche fue el embajador argentino en España de la última década. Pero nunca habló del tema.

Por Ezequiel Maestú

“No puedo creerlo”, dice Marta Murici con la voz quebrada del otro lado del teléfono. “Treinta y nueve años tuvieron que pasar para que alguien quiera escribir sobre la vida de mi hermano Gustavo”. En 2009, por una iniciativa de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, se hizo la recaratulación de su expediente. Por primera vez, Gustavo Murici aparece en el listado de víctimas del accionar represivo ilegal del Estado argentino: asoman palabras como “asesinato” y frases como “fallecimiento en operativo ilegal de detención”.

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Una tarde húmeda de mayo de 1954, en un pasaje angosto de la calle Don Bosco al 26, a metros de lo que hoy es la Casa Peronista de San Nicolás, nace Juan Gustavo Murici. Todos le dirán Gustavo, a secas, y más tarde el Chancho.

Su padre, Jaime, mantiene la familia con una ferretería que heredó de un ancestro catalán, la más grande de San Nicolás. Mercedes, su esposa, se ocupa de los hijos. Además de Gustavo, también está Marta, dos años mayor. Tiempo después vendrá Jaime junior.

Pese a que sus padres son trabajadores, quieren para Gustavo un futuro en la academia. Pocos días después de cumplir los seis años empieza la primaria en la Escuela N°2 Domingo Faustino Sarmiento. Una gran puerta doble de roble y una estatua del “prócer” le dan la recibida al pequeño Murici.

La escuela primaria pasa sin sobresaltos. Para sus doce años se pone por primera vez una corbata. Es parte del uniforme obligado del Colegio Secundario José de Urquiza, un edificio de tres pisos que ocupa media cuadra. También debe llevar pelo corto y prolijo.

Por esos días se alista en el club Regatas, el equipo de rugby de la ciudad. El Chancho es de los más altos del grupo, con sus rulos característicos y las piernas como macetas. Lleva la pelota ovalada siempre hacia adelante, poniendo el cuerpo por su equipo y defendiendo los valores originales del rugby: compromiso y trabajo en equipo. Algo que marcaría su vida para siempre.

Cuando cumple 18, Gustavo decide estudiar abogacía. Debe dejar su ciudad natal, y también el rugby. Cambia la camiseta a rayas por una camisa, y la guinda por los libros. A 60 kilómetros, Rosario es el destino más cercano para su futuro universitario. Pero elige La Plata. En 1970 gobierna una dictadura, el Cordobazo del año anterior ha encendido a los jóvenes y Montoneros se ha presentado en sociedad con el asesinato de Aramburu. Son años de sueños y violencia. Gustavo deja el nido de San Nicolás de los Arroyos. Lo espera La Plata: la militancia, las plazas, las peñas.

Gustavo atraviesa en ferrocarril los 239 kilómetros que lo separan de la inmensa Buenos Aires. Allí toma otro tren que lo deja en la capital de provincia.

Al llegar a la ciudad de las diagonales, camina solo la distancia entre la vieja estación de trenes y “La Vidalita”, en calle 124: el lugar que será su hogar. Allí se encuentra con viejos conocidos de su ciudad, quienes recuerdan el apodo que su hermana Marta le puso de chico. Chancho.

– El municipio nicoleño financiaba el Centro Universitario de Estudiantes para quienes no lo pudieran pagar – dice Luis Galizzi, que conoce a Gustavo de su época de alumno universitario -. Pero, a su vez, había un segundo centro que no era oficial, “La Vidalita”. Era como la elite de las casas.

Gustavo anda siempre con camisa. A cuadros es su preferida. Alto, espigado, de patillas largas y nariz en forma de gancho. Parece estar quedándose pelado. Le llaman la atención las plazas a seis cuadras y le cuesta cruzar la calle. En la gran ciudad la gente vive a otro ritmo. Pierde el hábito de dormir la siesta y de jugar al rugby. Los libros son cada vez más pesados y el país está cada vez peor. El dictador Juan Carlos Onganía puebla las calles de oficiales.

Francisco Tabellione es un par de años mayor que Gustavo. También es de San Nicolás y vive en el Centro Universitario de Estudiantes Nicoleños (CUEN), situado en la calle 59 entre 5 y 6. Estudia Economía y conoce al Chancho por medio de sus amigos Carlos Bettini y Carlos Cottini; dos estudiantes de derecho compañeros de Murici, que también viven en la casa de estudios nicoleña.

Gustavo conoce a la Chana, Susana María Marrocco. Una joven morocha y delgada, de cara delgada y cejas finas. Llega desde Entre Ríos para cursar Psicopedagogía en el Instituto Terrero y ya, por ese entonces, es una trabajadora en blanco del Instituto Médico Asistencial (IOMA).

Gustavo estudia en la Facultad de Derecho. Mete quince materias en dos años y se rodea de compañeros que, al igual que él, están dispuestos a sacrificar las distracciones del tiempo libre por conquistar derechos pisoteados.

– La política no llegaba de la familia. Para los que venían del interior el concepto de militancia no era lo mismo que se encontraba en las ciudades – dice Ricardo Larrañaga, quien solía compartir casa con Gustavo-. Allá salías de un colegio industrial y te ibas a laburar.

Incentivado por los coletazos del Cordobazo y el Rosariazo, el Chancho empieza su camino en la política dentro de la militancia estudiantil. Primero se encolumna en la Agrupación Universitaria de la Izquierda Platense (FAUDI) que, tiempo después, pasa a ser la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Y más tarde Montoneros.

No recorre solo el camino. Carlos Bettini es uno de sus compañeros y rápidamente se transforma en su amigo de confianza. Serán ellos, entre todos los nicoleños, los únicos oficiales Montoneros.

– Todos teníamos una afinidad por algún partido – dice Ricardo, mientras toma un mate sentado en una silla vieja y rota. Su pelo blanco brilla con las últimas esquirlas del sol—. Todos, en cierto punto, teníamos una idea de cambio que quedó ingenua a través del tiempo. Y aunque la militancia política no era mi manera, respetaba a los compañeros que estaban encuadrados.

En 1976, Gustavo cumple 24 años. Con el Golpe de Estado encabezado por Rafael Videla, la persecución política se vuelve cotidiana.

A principios de junio, Gustavo decide dejar “La Vidalita” y mudarse al CUEN. Una de esas mañanas, en medio del calor de marzo, un golpe hace estrellar la puerta de entrada contra la pared del zaguán.

– ¡Arriba, comunistas!

Gustavo despierta exaltado. Vive constantemente bajo la amenaza de la policía y las patotas. Y  algo en aquella voz le resulta familiar. El miedo, por aquellos días, es mucho más que una sensación. A media cuadra está la comisaría Novena.

Camina con torpeza. Avanza por el zaguán con una moto a cuestas y la estaciona en el patio que distribuye a las habitaciones. De haber llevado casco lo hubiera colgado del manubrio. Cuando Gustavo hace conexión con los ojos bizcos de Néstor dice:

– Flaco, ¡la puta que te parió! A vos hay que cagarte a trompadas.

Durante su estadía en La Plata, Gustavo Murici y Néstor Kirchner se vuelven grandes amigos. El flaco, como le dicen, conserva un extraño sentido del humor, y todavía no puede entender que sea la pareja de Cristina.

– Flaco, yo no entiendo cómo te da bola— bromea Gustavo en la intimidad.

No sólo los unen los pasillos de la facultad de Derecho. Es una amistad de horas invertidas en arreglar la moto. Lo que empieza con un mate tempranero confluye en sábados enteros de mecánica amateur y bombillas engrasadas. Bujías por allá, pistones por acá, que la cadena, que una pinchadura. Se equivocan y vuelven a empezar: no saben cómo hacerlo pero no descansan hasta ver el trabajo terminado.

Bettini también forma parte del grupo de amigos.

La moto es una Zanella azul que pasa las horas atada en la vereda de 59 y 5. A sólo unos metros de la puerta de entrada al CUEN, y a unos pocos pasos de la taquería. Los efectivos intentan llevarla varias veces por abandono pero los jóvenes logran retenerla.

La estadía de Gustavo en el Centro Universitario no dura mucho y para comienzos del año 1977 se muda con Chana. Es una relación sólida: el amor, la política, los ideales. Van juntos a todas partes. A ella le encanta el bigote tupido y largo que ahora usa Gustavo, aunque parezca un mexicano.

Los días se vuelven más húmedos y pesados. El toque de queda los obliga a disfrutar las noches encerrados. Se vuelven esquivos al paso por las comisarías y a andar solos de noche. Conocen mucha gente pero no saben sus nombres, sólo sus apodos. Es el protocolo para mantenerse a salvo si algún compañero cae en una cita “envenenada”. A pesar de los cuidados, nadie puede asegurar que no haya infiltrados en la “Orga”. Gustavo y Chana son, ahora, Montoneros.

Para esa fecha, Murici comienza a ser un nombre reconocido por los milicos. Su nombre aparece en los libros de tareas de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.

También el de Chana.

Las calles platenses se vuelven oscuras y silenciosas. Por las noches se escuchan tiros que provienen del Bosque y suele verse el resplandor del fuego de algunos autos quemados. Familias enteras pierden a sus hijos militantes y estudiantes. Otros mueren por equivocación. La policía desperdiga plomo por todos lados.

El 16 de abril de 1977, Chana camina por la calle. Tiene 28 años. Una patota de la policía le cae encima y la traslada al centro clandestino de detención en Arana, y después a La Cacha. Allí es asesinada.

Gustavo cae en una gran depresión. Sabe que era una de las posibilidades. Pero… ¿por qué Chana? ¿Por qué no él? Necesita gritar, pero no puede. Sabe que lo están buscando. Ya no tiene armas, ahora no le interesa confrontar a nadie. Sabe, también, que no puede hacerlo de igual a igual, ni siquiera con todos sus compañeros. Sabe que debe huir de dónde está.

El 17 de abril toca las puertas de su ex hogar. El CUEN. Allí lo recibe un íntimo amigo y lo aloja en una de las habitaciones. Suya y de Luis Galizzi, que esa noche no está.

El Chancho sabe que hay pocos compañeros como el suyo. También que, para él, el silencio vale más que el oro. Quizás no es el mejor lugar, pero es el único al que puede recurrir. Gustavo se deshace en lágrimas y su amigo intenta consolarlo. Siempre pareció más grande, dicen sus ex compañeros. Siempre estuvo entero ante cada situación. Difícilmente esa noche pase lo mismo.

***

Esa misma noche de abril, Ricardo avanza a paso lento y sigiloso por la calle 59. La luna, grande y blanca, está tapada por las ramas de los árboles y un grillo quiebra el silencio con su cantar. En el Centro Universitario lo esperan sus compañeros. Es que nadie sale sin avisar una hora aproximada de regreso al hogar.

– Por aquél entonces – dice con el pelo canoso y lentes negros-, uno sabía que había una gran represión y te podían llevar sin argumento. Hasta por error.

Tambaleante por el alcohol que tomó en una reunión con amigos, peina su jopo hacia atrás. Cuando va a cruzar la calle ve una pareja sentada en la vidriera de “El Africano”, la confitería del barrio. No tienen más de 30 años. El hombre sube a un Citroën estacionado, prende las luces y arranca. La mujer, instintivamente, cruza la calle hasta dar con Ricardo.

– Disculpá, ¿tenés fuego para convidarme?

Él extiende su mano y ve como la mujer enciende su cigarro. Vuelve a guardarlo. Juntos caminan y charlan sobre cosas sin sentido hasta llegar a la puerta del Centro.

– ¿Me podés acompañar hasta mi casa? Me da miedo andar sola a estas horas de la noche.

– No, mirá. Yo vivo acá. Si querés podes pasar.

Además de un impulso sexual repentino, su invitación esconde una segunda intención: evitar sutilmente pasar por las proximidades de la Comisaría Novena. La mujer descarta rápidamente aquella posibilidad y sigue caminando hasta la esquina. Algunos policías van, amistosamente, a su encuentro.

Las luces de algunos autos de la cuadra se prenden y los grillos silban más fuerte. Ricardo imagina un posible allanamiento. Acaricia a su perro blanco y se sienta, resignado, en la oscuridad del Centro Universitario Nicoleño.  

No tardan en llegar. El tiempo que Ricardo calcula son unos diez minutos. Cuando lo hacen no piden permiso. Las puertas del CUEN permanecen siempre abiertas. Pero de haber tenido llave no hubiera sido resistencia.

– ¡Dónde está Jaime Murici!

Jaime es el padre de Gustavo. También se llama así su hermano. Pero por sobre todas las cosas, es su nombre de guerra como oficial Montonero.

Los matones están disfrazados con bigotes y máscaras, y llevan revólveres en sus manos. Levantan a todos, uno por uno, iluminados por el haz de la linterna. Pero no golpean todas las puertas. Nadie sabe allí de la presencia de Gustavo, salvo una persona.  

– ¡Dónde está, mierda! ¡Respondan!

Se reúnen todos en el patio, justo al lado de un tanque de agua. La luna ilumina los ojos de Ricardo que no puede callar su respiración agitada.

– Acá no vive más Murici – responde Ricardo. Aunque finja dureza en su mirada, su voz se quiebra y sus dientes tiritan-. Se fue a hacer la colimba.

Aunque los policías no están seguros de que Gustavo esté allí, Ricardo no puede evitar la paranoia de que lo confundan: lleva, igual que Gustavo, un bigote que le cruza la cara.

Los milicos permanecen en el CUEN no más de quince minutos y se van con las manos vacías. Los jóvenes lo festejan como un triunfo. Todos menos Bettini.

***

Desde la habitación donde está Gustavo, la primera puerta cuando se sale al patio, se escuchaban los borceguiés de la policía golpear contra en el piso. Él y Carlos Bettini, su compañero de confianza, se quedan mudos: están aterrados. Tampoco saben que milagrosamente su puerta está tapada por un pequeño portón que da salida al patio.

Un armario ubicado justo en la mitad, divide la habitación en dos. Una de cada uno. Gustavo yace boca abajo en la cama de Luis, mientras que Carlos Bettini escucha todo, en cuclillas, bajo un cartel que dice “No quiero peronistas a medias”.

Las paredes de la vieja habitación se descascaran por la humedad. El olor amargo que desprenden se mezcla con el veneno para ratas y un sahumerio que Bettini prende todas las tardes para tapar el que sale del canasto de la ropa sucia.

Por momentos los pasos de los milicos se escuchan más cerca. Están en la habitación número 2. La contigua. Gustavo tose.

– Aguantá, Chancho, aguantá—susurra Bettini, desesperado.

Pero el Chancho no aguanta. La tos se vuelve más intensa y Carlos quiere tapar sus oídos para no escuchar, como si causara el mismo efecto silenciador en los milicos. Pasan los segundos y la tos es ahora un sollozo mudo, apenas un carraspeo.

Los espasmos se silencian, al igual que los pasos pesados de los borcegos sobre el piso de parqué. Son las dos de la mañana y los milicos se fueron.

– Gusti. Parece que se fueron, vamos a ver.

– …

– ¿Gusti? ¿Chancho?

Carlos saca una cerilla con la cara del Che y enciende la vela. Cuando se acerca a Gustavo lo encuentra boca abajo con una almohada trabando su mandíbula. La cama de Luis está llena de sangre. Sus dos manos clavan con fuerza un cuchillo desafilado – el que usaban para cortar bifes- en su corazón. Gustavo no respira. Y Carlos casi que tampoco.

– Parece que Gustavo está acá y se suicidó – les dice al resto. Serán sus únicas palabras.

El Negro, un compañero estudiante de Medicina, se encarga de comprobar su defunción. El shock lo tuvo a Bettini: vomitó por horas y estuvo descompuesto por meses. Era la primera vez que la muerte lo tocaba de cerca, pero no sería la última. Para noviembre de 1977 desaparecerían a casi toda su familia y él partiría obligado al exilio en España. Hoy, Bettini sigue sin querer hablar del tema.

En 2014, siendo aún embajador de la Argentina en España, Bettini vuelve al CUEN por primera vez después de aquella noche. Lo hace en compañía de Tabellione, que para ese entonces es amante del cine y sueña con hacer un película sobre el operativo. El diplomático intenta reconstruir los hechos con palabras, pero se queda mudo.

Ese día Carlos Bettini no menciona su nombre.

– Si no lo dice él no podemos darlo nosotros – dicen ahora sus compañeros, consultados para reconstruir esta historia.  

Entre mates y galletas de avena, justo en el comienzo del otoño platense, niegan rotundamente la presencia de Bettini aquella noche. Les parece raro, incluso, que haya visitado la casa de estudios años después. Juran, además, no estar protegiéndolo. Es que, están seguros que fue otro hombre el que estaba aquella noche en la habitación, del cual tampoco quieren dar el nombre. Sin embargo, a casi cuatro décadas de la fatídica escena, su discurso no se oye infranqueable.

– A menos que se haya escapado sin que lo viéramos…- sonríen.

Pese a la duda sobre la presencia de Carlos aquella noche, Ana (actual presidenta del CUEN) presente esa tarde de 2014, es capaz de recordar todos los movimientos de ese hombre que todo lo que hizo es llorar.

– Estalló en lágrimas. No pudo hablar más. De hecho, te diría que el único que habló ese día fue Tabellione. Se fue al patio y lloró ahí hasta que se fueron.

Ana reconoce al ex embajador argentino en España en fotos que recibe en su casilla de mail.

– Sí. Estoy segura que es él. Solo que un poco más flaco y pelado – dijo. Más tarde, Federico, otro de los que estuvo ese día, lo certificaría.

– Ese es el que estaba recién llegado de España—diría.

Bettini fue Embajador argentino en dicho país entre mayo de 2004 y diciembre de 2015. Lo eligió  su amigo de la facultad, Néstor Kirchner.

***

No todos se ven afectados dentro del centro nicoleño. Pasan horas de su muerte y la incertidumbre los asalta. Qué hacer.

– Pensamos en escaparnos del país, cambiarnos de cara y mil cosas más. No te podes dar una idea de lo que fue ese momento – recuerda Ricardo Larrañaga con los ojos bien abiertos, meneando la cabeza hacia arriba y abajo-. Pero llegamos a la conclusión de que no habíamos hecho nada malo. Así que fuimos a la comisaría.

Cinco estudiantes nicoleños van a la seccional Novena, ubicada a media cuadra del CUEN. El comisario, para sorpresa de los muchachos, los recibe de buena gana. Siempre con su aire de superioridad. Claro: está contento de por fin haber hallado a Murici.

– Nosotros le dijimos que estábamos en la casa y vino gente de afuera. Y cuando se fueron encontramos a este chico muerto. Que no sabíamos qué había pasado – dice Ricardo.  

Pero la decisión no había sido unánime. Francisco Tabellione —que en el instante de la muerte no vive más en el CUEN— recuerda que entre los estudiantes había un grupo entre los que estaba él que nunca hubiera entregado el cuerpo a la policía.  

– Podemos comprar un armario viejo donde entre y sacarlo de día— le propone Francisco a Cottini, que para entonces tampoco vive en la casa.

– ¿Vos te volviste loco? Eso es jugar con fuego, hermano. Yo no quiero invocar la mala suerte, pero te imaginás que se nos caiga el Chancho en la calle. Vamos todos en cana.

No todos allí son militantes políticos, solo estudiantes que aprovechan las instalaciones del municipio de San Nicolás.

– No queremos cargar con un muerto – dicen en coro los que no son tan cercanos a Gustavo. El costo de su muerte no es un precio que todos quieran pagar.

– ¿No se dan cuenta que Gustavo es un héroe? Cómo no voy a querer ayudarlo, incluso muerto – insiste Francisco. Pero sus palabras no encuentran eco.

Un rato después, el comisario redacta la declaración.

– Lo que armó el comisario fue que estábamos en una reunión de estudio, fue a la habitación a buscar algo y lo encontraron muerto. Lo caratularon como suicidio – explica Ricardo.  

– Ni siquiera se habló del allanamiento en el CUEN.

A las pocas horas, una patota de policías saca el cadáver de Murici del Centro Universitario cubierto por una bolsa negra y lo cargan en una ambulancia. Lo llevan a la morgue judicial bajo la inscripción de NN.

La mañana del martes 18 de abril, el diario El Día confunde el apellido de Gustavo y habla de un suicidio. “Murini”, es todo lo que informa. Ese mismo martes, unas horas más tarde, secuestran a la cuñada de Murici.

Dos días después de la muerte de Gustavo los milicos rodean la manzana y registran toda la cuadra en el afán de entender cómo no lo habían encontrado la noche del 17 de abril. Por esos días también llega una encomienda de Entre Ríos. Chana era la destinataria. Pero los compañeros de Murici la esconden.

Entre la incertidumbre y la desesperación, Jaime Murici, padre de Gustavo, es obligado a ir a la comisaría.

– Lamentamos el suicidio de su hijo – le dice el comisario.

En el certificado de defunción de Gustavo, el médico Julio Brolese escribe suicidio. “Anemia post hemorragia interna y externa por herida en el corazón”. Años más tarde, en una investigación de una Madre de Plaza de Mayo, Brolese será uno de los médicos denunciados por su complicidad con los militares.

La policía niega haber estado tras los pasos del joven, pero en los archivos secretos de la Dirección de Inteligencia de la Policías de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA), hay pruebas de lo contrario: “por subversivo y militante político”, dicen los registros policiales que fueron desclasificados en 1999 y hoy los tutela la Comisión Provincial de la Memoria.

En 2004, veintisiete años después, en una plaza nicoleña de tierra y banderas celestes y blancas, Néstor Kirchner, presidente de Argentina, abre su discurso de la deuda externa rememorando a Gustavo. “A un amigo mío del alma, a un militante, con quien compartimos horas de lucha y de angustias, por una patria mejor”. Y el 24 de marzo de 2006, en un acto homenaje en el Concejo Deliberante nicoleño, el músico Martín Molina interpretó una canción de su autoría llamada “Sobre Gustavo”.

Para la Justicia Federal, como en la morgue de aquellos años, Murici es un NN. No hay causas abiertas en las que se investiguen las circunstancias de su muerte. Aunque haya casos, en algunos juicios por delitos de lesa humanidad, en los que fiscales y querellantes pidan que se caratule como homicidios la muerte de militantes que, acorralados por un grupo de tareas, toman la pastilla de cianuro.

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Marta Murici tiene 64 años y el pelo corto teñido de castaño, la piel tostada por el sol y los ojos marrones que empiezan a volverse grises. El tubo del teléfono le hace transpirar la oreja y se lo cambia de lado. La cicatriz que dejó la ausencia de justicia empieza a sanar. Gustavo está presente.

Informe y fotos: Francisco Lamouré

*Esta crónica fue producida en el marco del Seminario de Grado “Contar el horror: las nuevas narrativas de la memoria”, dictado por los profesores y periodistas Laureano Barrera y Juan Manuel Mannarino durante el último cuatrimestre de 2016 en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. El seminario se inscribe dentro del Taller de Producción Gráfica I, Cátedra II.