Cuando Magallanes llegó a Práxedis encontró un pueblo triste. La violencia había bajado, pero el pueblo se había quedado medio vacío, por los muertos y los desplazados. En su primer sermón, la gente lloraba. “Va más allá de la violencia, hay dolor, tristeza, ganas de venganza —dice—. La gente tiene miedo, está triste. Me encuentro un pueblo con padres a los que les mataron a varios hijos, jovencitas viudas, muchachitos en shock, porque vieron como mataban a sus padres, abuelos criando nietos”.

En este lugar, dice Magallanes, la vida se estaba volviendo desechable.

En 2007, cuando la violencia por la lucha entre cárteles había crecido, el Ejército llegó a ocupar el gimnasio municipal, a la entrada del pueblo, justo frente a la escuela primaria. Todos coinciden en el pueblo que la presencia militar sólo trajo más sangre. Las cifras dicen que, en 2010, Práxedis fue el cuarto municipio con más muertes relacionadas con el crimen organizado: setenta y uno en un pueblo de menos de cinco mil habitantes, muy por encima de Ciudad Juárez. De los levantamientos y desapariciones no hay cifras. Práxedis se volvió tierra de nadie y, por su ubicación, objeto del deseo de la avidez territorial del narco.

Varias personas me cuentan una historia escabrosa.

Una mañana, una caravana de camionetas recorrió los pueblos del Valle. Desde adentro aventaban volantes en la plaza, en las paradas de camiones donde los estudiantes tomaban el trasporte a la preparatoria —ahí estaba la hermana de Marisol—, en la fila de las panaderías, en la entrada de las escuelas, afuera de la Presidencia Municipal.

Eran copias de un documento escrito a mano con una lista de cientos de nombres divididos por pueblos. Era la lista negra. Esas personas tenían veinticuatro horas para abandonar el pueblo, si querían seguir con vida. Los que pudieron, huyeron esa misma noche. La mayoría cruzó la frontera a los pueblos texanos de Fabens y Hancock. Saúl Reyes Salazar, un activista de Guadalupe, el pueblo con más homicidios relacionados con el narcotráfico, me cuenta que de la lista de su pueblo ya sólo quedan unos cuantos vivos. Él ha perdido cuatro hermanos.

Magallanes dice que, en esa zona, más gente de la que uno se imaginaría trabajaba para el narco. “Aunque sea nada más ver, informar, guardar algo o hacer un pequeño servicio —dice—. Un día el cártel contrario dijo: o trabajan con nosotros, o mejor se van, o nos encargamos de que no trabajen para nadie”.

Cada dos o tres cuadras, en las calles terregosas de Práxedis, aparece una casa deshabitada, vandalizada. Algunas incluso están quemadas. A las orillas del pueblo, los ranchos están abandonados. Eran las propiedades de muchos que salieron huyendo del derecho de piso que les cobraban los cárteles.

“La gente decía: yo viví aquí, me la pasé toda mi vida aquí, treinta, cuarenta años, y tuve que dejar mi familia, mi casa, mi rancho, a lo que yo me dedicaba, porque estos señores quieren que yo me vaya. No les puedo dar lo que ellos piden, tendría que trabajar nada más para ellos”, dijo Magallanes.

Había levantados todos los días. Algunos cuerpos aparecían semanas después. De otros nunca se volvía a tener noticias después de su desaparición. Una noche, Marisol bajó a la cocina de su casa y escuchó ruidos. Los vecinos tenían una gran fiesta que un comando armado estaba interrumpiendo. La fiesta completa se tiró al piso. Los hombres armados se llevaron a los que quisieron, no se sabe por qué o para qué. Semanas después, los cuerpos acribillados aparecieron en un lote baldío.

La policía municipal —con veinte agentes en su mejor momento—, no se daba abasto con las llamadas para atender riñas, balaceras, ejecuciones, cuerpos encontrados. No sólo no podían hacer mucho, estaban también amenazados.

Cuando Marisol era secretaria de la comandancia, el titular en turno recibió una llamada. Dejó la bocina de lado y puso el altavoz. Del otro lado salía una voz masculina: “No somos los marranos que están matando gente inocente, podemos ser amigos, pero tienes que cooperar”. El hombre leyó la lista de los agentes que tenían que dejar la corporación en veinticuatro horas. El comandante se limitaba a responder: “Sí, señor, sí, señor”. Al día siguiente, varios de esos policías no se presentaron a trabajar. Nadie los volvió a ver por el pueblo.
Camionetas con hombres armados patrullaban el pueblo, asegurándose de que los hombres de su lista no siguieran deambulando por las calles de Práxedis.

Un domingo, cuenta Marisol, la llamaron de la Presidencia Municipal. Tenía que ir a hacer un reporte por pérdida de armas. Marisol había escuchado que algo había pasado en la comandancia, pero no se enteró hasta que llegó a trabajar. Los policías llegaban uno por uno a entregar su arma y presentar su renuncia. La noche anterior, cuando un par de agentes estaban de guardia, un grupo armado entró a la comandancia. Se llevaron todas las armas que estaban bajo llave en una especie de librero de metal. Uno de los agentes alcanzó a huir corriendo, pero se cree que lo agarraron. Su mujer llegó al día siguiente desesperada preguntando por su marido. Nunca se volvió a saber de él.

Los comandantes cambiaban cada mes. “Un día tenía un jefe, y al rato ya no estaba. Otro jefe, y ya no está”, dice. Marisol vio salir de la comandancia a uno de ellos, Manuel Carbajal —del que tiene mejores recuerdos—, en el auto de un policía. Unas horas después, escuchó la llamada de la policía del pueblo vecino, avisando que habían encontrado su auto y su cuerpo rafagueado en la carretera a Ciudad Juárez.

Marisol, que ganaba tres mil pesos quincenales, tenía un seguro de vida de cuatrocientos mil pesos en caso de muerte por accidente y doscientos mil en caso de ser acribillada en servicio.

En julio de 2010, Chihuahua eligió gobernador y alcaldes. En Práxedis, donde gobernaba el Partido Revolucionario Institucional (PRI), ganó el Partido Acción Nacional (PAN). Con el cambio de gobierno, se acabaría el contrato de trabajo de Marisol, que para entonces se había casado y tenía un hijo. Necesitaba conservar su trabajo, y llevó una nueva solicitud a las oficinas del presidente electo.

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