Por Laureano Barrera -Diario Miradas al Sur

Corría octubre de 2010. Héctor Alejandro Alonso, el pibe de un barrio en las afueras de La Plata por cuya seguridad pidieron hasta Las Naciones Unidas, calentaba agua para el mate. Había estado detenido en 2009 por el robo de una moto. Esta vez, había dejado la suya en la puerta de lo de Marisa, una vecina, con el pedal roto. Hasta ahí llegaron una tarde varios patrulleros de la comisaría Sexta de Tolosa. Sin preguntar más que su nombre, un oficial lo tiró al piso recién baldeado, de cemento alisado, y le empezaron a llover patadas. Después de un forcejeo, lo cargaron en un móvil con un cuento conocido: resistencia a la autoridad.
“Ahora te doy un tiro en los sesos y te tiramos al río”, amenazó un uniformado en el trayecto hasta la Brigada. En el calabozo, más de quince efectivos lo esposaron al respaldo de una silla, lo golpearon con culatas y bastones hasta dejarlo sordo del oído izquierdo, le dieron cintazos y le practicaron durante 90 minutos submarino seco y mojado: asfixia con una bolsa de nylon e inmersión en un barril de agua podrida. La pericia médica ratificó las lesiones físicas y el informe psicológico descartó en su relato “indicadores de fabulación”.
Las torturas fueron denunciadas al día siguiente por el Defensoría Juvenil 16 de Julián Axat y el Comité Contra La Tortura, y siete agentes de la brigada de calle y el subcomisario Diego Bravo fueron transitoriamente relevados. Axat encomendó la seguridad del denunciante –que entonces tenía 17 años– a la Unidad Fiscal de Instrucción 4 de Fernando Cartasegna y al Poder Ejecutivo provincial. A pesar de que el Código Penal define que la tortura no sólo son “tormentos físicos, sino también la imposición de sufrimientos psíquicos, cuando éstos tengan gravedad suficiente”, el fiscal caratuló los submarinos y la paliza como “Severidades, vejaciones y/o apremios ilegales” (IPP 34728-10). La diferencia no es retórica: de comprobarse el delito, los apremios prevén de 1 a 5 años de cárcel y son casi siempre excarcelables, mientras las torturas conllevan 8 a 25 años de cumplimiento efectivo y la inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos.
Después de dos meses de pesquisa en los que casi no avanzó, Cartasegna pidió apartarse atribuyéndole al Defensor Axat un “desmesurado afán por la defensa de los derechos humanos”. La Fiscalía General se lo negó. Los meses siguientes se dedicó más a investigar a la víctima que a sus victimarios: no le tomó declaración indagatoria a los policías relevados, pero se preocupó por anexar a la investigación cuatro causas en las que “Chonono” Alonso –como lo habían publicitado en los medios– aparecía como imputado. En una de ellas, dos menores habían asaltado una verdulería hiriendo gravemente al comerciante. Los efectivos de la seccional 6ta. y la DDI de La Plata vincularon a Alonso con el robo, allanaron violentamente su casa y lo detuvieron. En una rueda de reconocimiento, uno testigo confesó que los azules le exhibieron fotos de Alonso –tomadas ilegalmente– y que por eso lo vinculó. Después de veinte días preso, la Justicia tuvo que liberarlo. En otra de las causas, los custodios de la ley lo ligaron al asalto de un supermercado, y el propio fiscal firmó la orden de allanamiento de su casa, donde no encontraron nada.
Pasó tanto tiempo que los sospechados fueron devueltos a sus puestos y los sumarios administrativos –atados a la investigación penal– quedaron en suspenso. Los polis llevaban la foto de Alonso y cuando había un hecho en su zona le armaban la causa. Tan vulnerable estaba, que la Organización Mundial Contra la Tortura de Naciones Unidas le pidió al Estado Nacional, provincial y municipal que lo protegiera y castigara a sus torturadores. Cartasegna no obedeció. A cambio, logró que finalmente lo apartaran, hace unos días, alegando una “manifiesta enemistad” de Axat respecto de su “accionar judicial” y su “persona”.
Curiosamente, es el propio Cartasegna quien tiene en su despacho las dos únicas causas encuadradas como “torturas” en la justicia criminal platense. Y los detalles son interesantes. La IPP 31775-11 es una presunta “tortura” cometida por un ladrón durante un robo. El caso cae en la UFI 9, que estaba a cargo provisoriamente de Cartasegna. Es curioso: el art. 144 ter. del Código Penal y los instrumentos internacionales enfatizan que la tortura se configura cuando la ejecuta un miembro de la fuerza estatal o paraestatal. El error muestra la ironía: la Justicia rotula como tortura los actos cometidos por un delincuente, mientras los perpetrados por los funcionarios policiales se encuadran como severidades o apremios ilegales. La segunda, IPP 42801-11 es una denuncia de noviembre de este año. M.H., un interno de la Unidad N° 29 de Melchor Romero, cuenta ante un defensor las torturas inflingidas por penitenciarios que no identifica. La causa es remitida a la UFI de Cartasegna y hasta el momento no tiene avances.

Torturas en la capital. La tortura no puede reducirse a un policía desquiciado, un joven marcado o un fiscal indolente. Héctor Alonso y Fernando Cartasegna son piezas intercambiables de un drama mucho más profundo, que se reedita en la calle y en los juzgados gracias a dos pilares que siguen intactos: la autonomía de la policía y la impunidad judicial.
Que la Bonaerense suele torturar es ya una certeza. “Ya mostramos que existe, no se la puede negar”, aseguró Mario Coriolano, defensor de Casación Bonaerense e inspirador del Banco de Datos de Tortura de la provincia, en una entrevista de febrero de 2007.
Sólo en las Defensorías Juveniles de la jurisdicción de La Plata, 46 menores bonaerenses denunciaron haber sido apremiados y torturados por la policía provincial desde 2008 hasta hoy. A esa cantidad debe adicionársele la cifra negra, que se calcula en algo más del 50%. Como muestra basta un botón: el informe de la Defensoría de Casación del último trimestre, revela que de los 67 casos de torturas a menores en toda la provincia sólo se denunciaron 18, algo más del 25%.
En el año 2011, sólo en La Plata fueron 13 las denuncias. La mayoría por palizas fenomenales en la calle o en la comisaría, aunque también se registran amenazas de muerte, allanamientos ilegales y hasta un tiro en la cabeza. También hubo un caso de submarino seco: en la IPP 42869-11, P.G. denuncia golpes y asfixia con bolsa de nylon mientras le preguntaban “quién había sido el que robó”, esta vez en la Seccional 12 de Villa Elisa. Los numerarios no fueron indagados, y por si fuera poco, el subcomisario Germán Rodríguez fue ascendido a subdirector de Seguridad en el Deporte.
Pero ese no es todo el problema. El 10 de diciembre de 2001, el Procurador Eduardo Matías de la Cruz dictó la resolución 1390, en la que ordenaba a los fiscales priorizar “los hechos delictivos con tortura, apremios ilegales y delitos económicos”, e informar mensualmente a la Fiscalías Departamentales el inicio o progreso de las investigaciones en curso, para centralizarlas finalmente en la Procuración. Nada de eso se cumple. Tampoco El Protocolo de Estambul y La Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, regulaciones internacionales –a las que adhirió Argentina– que establecen los pasos a seguir para detectar, investigar, documentar y proteger a las víctimas y testigos de episodios de tortura.
En las 46 investigaciones derivadas del Fuero Juvenil en los últimos cuatro años, no hay agentes policiales imputados, a pesar de que en varios expedientes, las víctimas o testigos perjuran poder reconocer a sus verdugos. “Muchas veces pasa que los fiscales vuelven a citar las víctimas, cuando ya han dado su versión de los hechos. No es recomendable, porque la cédula de citación suele llevarla la propia policía, autora de las torturas. Muchos denunciantes se intimidan y no se presentan. Entonces los fiscales dejan pasar un tiempo, alegan falta de interés en la víctima y archivan la causa”, apunta un operador judicial consultado para esta nota.
Una noble excepción confirma la regla. En abril de este año, el Tribunal Oral Nº1 de Bahía Blanca condenó al ex subteniente Santiago Ceferino Walter y al ex oficial Walter Carabajal, ambos de la policía de Coronel Dorrego, a ocho años y seis meses de prisión por someter a simulacros de fusilamientos, una herida de bala y golpes contra tres cazadores de la zona.
El control del poder político sobre los guardianes de la ley también es inexistente. El 11 de agosto de este año, el defensor juvenil Julián Axat le exigió a Marcelo Pernici, a cargo de la Dirección de Asuntos Internos del Ministerio de Seguridad provincial, que informe el estado de los sumarios administrativos que debieron abrirse a raíz de cuarenta causas penales por abusos policiales, desde 2008 hasta ese día. Asuntos Internos demora un día en romper cuatro años de silencio: el 12 de agosto pide un oficio ampliatorio consignando “fecha en la que se formuló la denuncia, carátula de IPP, hecho denunciado y todo otro dato de interés que permita individualizar las actuaciones vinculadas”. El 13 de septiembre, Axat le responde aportando dicha información. Pasaron más de tres meses desde entonces: Asuntos Internos regresó al silencio.
Mario Coriolano, impulsor del Banco de Datos de casos de Tortura, y miembro del Subcomité de Prevención Contra la Tortura de Naciones, atareado por el fin de año, no pudo responder a la consulta para esta nota. Sin embargo, las estadísticas publicadas en la web de la Defensoría de Casación, actualizadas a diciembre, brindan un panorama más general: desde su creación en el año 2000, contabilizó 7.255 denuncias de torturas en comisarías (alrededor del 60%), cárceles (alrededor del 30%), y en otras instituciones como Departamentales o Institutos psiquiátricos. Más de la mitad no están denunciadas: fueron confiadas al oído a defensores o fiscales. “Ahora hay que avanzar con las condenas por torturas, porque sin condenas no se va a romper la impunidad”, agregaba Coriolano en aquel reportaje de 2007 del que transcurrieron ya cinco años.
Todo sigue exactamente igual.